Desde hace
varias décadas, las rígidas restricciones impuestas
por las convenciones sociales en torno al vestuario se han
flexibilizado enormemente, lo cual es muy de agradecer. En
la época victoriana, por ejemplo, era de rigor que
una mujer de la aristocracia dispusiera de vestidos distintos
para cada momento del día: el de estar en la casa,
el de recibir visitantes, el de salir por la mañana,
el de salir por la tarde; también el de “tomar
el té”, y el de gala para la cena. Los trajes
de baile, de Corte y de luto se añadían a esta
colección. La moda actual, por el contrario, busca
un vestuario que sirva para usos múltiples: se hace
énfasis en conjuntos de piezas intercambiables que,
con el cambio de accesorios, pueda servir a una mujer para
ir a una reunión de trabajo en la mañana, almorzar
con sus amigas, asistir a una actividad en el colegio de sus
hijos por la tarde, y acompañar a su esposo a una cena.
En gran parte,
la libertad creativa y la democratización de la moda
se deben a los grandes adelantos técnicos que se han
incorporado al campo de la moda. Podría decirse que
este proceso de llevar la moda a todos comenzó con
el advenimiento de la máquina de coser, y con la producción
de los primeros patrones, que Amos Butterick lanzó
al mercado en 1858. En la actualidad, todas las fases del
proceso de creación, distribución y venta de
las prendas se han beneficiado de nuevas técnicas.
Si antes había que cortar las piezas una a una, hoy
en día las máquinas permiten cortar 500 de un
solo movimiento
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